Rucalhue, cuando la resiliencia empresarial tiene límites
En un país que busca desesperadamente consolidar su imagen como destino confiable para inversiones, el brutal ataque contra la central hidroeléctrica de Rucalhue Energía, en la Región del Biobío, representa un alarmante retroceso.
Lo ocurrido es simplemente desproporcionado y refleja una violencia y cobardía que revisten la máxima gravedad, constituyendo un golpe directo a la institucionalidad chilena y poniendo en evidencia una preocupante fragilidad del Estado para garantizar el orden público.
Lo más inquietante es el mensaje que estos hechos transmiten internacionalmente. Chile, que durante décadas ha trabajado para construir una sólida reputación como una economía estable, con instituciones confiables y reglas claras, enfrenta ahora, y nuevamente, un desafío a este valioso activo intangible. La «marca Chile», reconocida mundialmente por su seriedad y compromiso con el Estado de derecho, sufre un impacto significativo con cada evento violento de esta naturaleza, a los que, lamentablemente, ya nos estamos acostumbrando. Si bien este incidente en sí no destruye décadas de construcción de confianza, la persistencia de estos ataques sin respuestas efectivas podría, eventualmente, llevar a los inversionistas internacionales a seguir reconsiderando sus decisiones.
Ataques terroristas como este afectan directamente a los trabajadores, las comunidades vecinas y la seguridad jurídica del país, sembrando el miedo entre las personas y erosionando la credibilidad de Chile como destino donde se garantizaba protección a las inversiones. La central Rucalhue, un proyecto que inició en 2012, obtuvo su Resolución de Calificación Ambiental en 2016 y fue adquirido por la empresa china International Water and Electric en 2018, representa precisamente esa confianza de inversionistas extranjeros en nuestra institucionalidad que ahora se ve amenazada.
Los empresarios chilenos han demostrado tradicionalmente una notable resiliencia y capacidad de adaptación ante diversas crisis, pero resulta injusto y contraproducente someterlos a condiciones donde su integridad física y patrimonial está constantemente amenazada. Estos hechos no pueden tolerarse, pues atentan contra la libertad, seguridad y posibilidad de desarrollo económico del país, poniendo en riesgo tanto el bienestar de las personas como la estabilidad nacional.
La decisión gubernamental de invocar la Ley Antiterrorista envía una señal positiva, pero quedará en el terreno de lo simbólico si no produce resultados concretos. La identificación, captura y sanción efectiva de los responsables es el único camino para restaurar la confianza en nuestra institucionalidad. El combate contra estos actos de violencia debe materializarse en acciones efectivas que demuestren que Chile no tolera el terrorismo bajo ninguna bandera o causa.
Este atentado nos obliga a una reflexión profunda sobre cómo Chile está abordando los conflictos territoriales y la oposición a proyectos de inversión. El diálogo debe prevalecer sobre la violencia, y el Estado debe garantizar condiciones básicas de seguridad. De lo contrario, el desarrollo sostenible del país quedará rehén de grupos que pretenden imponer sus visiones mediante la fuerza y el terror.
El caso de Rucalhue representa una encrucijada para Chile. La elección es clara: permitir que el miedo y la violencia marquen el rumbo de nuestro desarrollo, o demostrar con acciones concretas -no solo con palabras- que el Estado de derecho prevalecerá. El tiempo para las declaraciones de buenas intenciones ha terminado. Lo que está en juego no es solo un proyecto de inversión, sino la credibilidad de un país que aspira a ser un referente de estabilidad y progreso en la región.
La resiliencia empresarial tiene límites, y Chile no puede darse el lujo de seguir poniéndola a prueba sin arriesgar su futuro económico y social. Las próximas semanas serán claves para determinar si este atentado representa un punto de inflexión hacia una política de tolerancia cero frente al terrorismo, o simplemente un episodio más en la crónica de un país que no logra proteger adecuadamente a quienes confían (o confiaban) en su institucionalidad.

